Con la serenidad que no da un otoño, sino muchos;
pero a la vez, con la pasión aún no perdida
de tantas y tan lejanas primaveras. Entre el amarillo
desgarrador de las aliagas, la punzante embriaguez amarilla
de las laderas de abrizón, y el oro tibio de
las orquídeas escondidas. De los copos de un
Diciembre, a las hojas secas de otro. De Boltaña,
por la Brecha, hasta el Bearn; y de vuelta en Gavarnie,
hacia Mediano y Ainielle.
Aquí, de nuevo, estamos.
Con un rastro de ceniza, un homenaje -una espiga dispuesta
para el pan- y un acorde entre los dedos. Enfrente de
un tiovivo y de una torre en el agua, persiguiendo nubes,
miguicas de pan blanco, pan de rana, rostros que pasan,
renacuajos y recuerdos. Con el arcón de las novias
y el romancero abiertos, para buscar un pañuelito
bordado, otro empapado de lágrimas, y un pedacito
de sábana que vale más que mil banderas.
Desde esta tierra sin mar hacia aquella luz del tozal
y luego el azul del cielo.
De vuelta a casa, como siempre. Pero, ahora sí,
Jánovas, de camino.
Con tanta, tanta vida ya vivida o por vivir. Tanto
y tanto Pirineo.
Y así estamos otra vez –canciones verdes
y hojas amarillas-, con un puñado de tanto y
nada entre las manos. Con la serena pasión que
el tiempo deja.
Canciones y hojas secas, ¡a volar!
Es otoño, ¿no? ¡Pues ya es el tiempo!
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